"Y aquel verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria,
gloria como la del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad".
Todo este versículo podría parafrasearse de esta manera: Y a fin
de elevarnos a esta dignidad y felicidad, la Palabra eterna, por una
maravillosa condescendencia, se hizo carne, uniéndose a nuestra
miserable naturaleza, con todas sus debilidades no pecaminosas.
Y no se limitó a hacernos una visita circunstancial, sino que «se construyó
una vivienda» en medio de la humanidad: habitó entre nosotros,
mostrando su gloria aun más que antes en el tabernáculo de Moisés.
Y nosotros: que ahora registramos estas cosas, vimos su gloria con tanta
atención que podemos atestiguar que en todo sentido era una gloria tal
como corresponde al unigénito del Padre.
Porque no sólo brilló en la transfiguración y en sus continuos milagros,
sino en todas sus actitudes, sus acciones y su conducta a través de toda su vida,
toda ella llena de gracia y verdad.
Fue misericordioso y recto, otorgó ese amplio perdón a los pecadores que
la dispensación de Moisés no pudo dar y realmente exhibió las bendiciones más plenas,
en tanto que aquélla había sido solo «la sombra de los bienes venideros».